Julián Estévez Sanz
Año 2054: la ciudad de los drones
Profesor e investigador en Robótica e Inteligencia Artificial. Escuela de Ingeniería de Gipuzkoa
- Cathedra
Fecha de primera publicación: 28/10/2024
Este artículo se encuentra publicado originalmente en The Conversation.
El relato que sigue a continuación está basado en una tecnología desarrollada por mi grupo de investigación de la Universidad del País Vasco en 2024 que resuelve uno de los mayores problemas para que los drones tomen la ciudad: que no colisionen.
Son solo 20 años los que restan para que los cielos de la ciudad más avanzada puedan contar con una flota de drones seguros. Hemos llamado a esa ciudad Neo-Tokyo. Nada de lo que va a leer a continuación es imposible.
Tarjetas rojas
En el año 2054, los cielos de Neo-Tokyo pulsaban con vida. Miles de drones surcaban el aire en una danza intrincada y perfectamente coordinada. Desde su oficina en lo alto de la Torre de Control Aéreo Urbano, el ingeniero Akira Tanaka observaba con orgullo el espectáculo que había ayudado a crear.
Zeta-7, un dron de correo de última generación, se deslizaba entre el tráfico aéreo. Su estructura albergaba una brillante placa roja, vestigio de la revolucionaria tecnología de evitación de colisiones desarrollada décadas atrás por Akira y su equipo. Esa placa contenía todos los datos de identificación de cada aparato, tanto técnicos como comerciales, y era de uso obligatorio en los drones comerciales.
“ARIA, muéstrame la vista desde la cámara de Zeta-7”, ordenó Akira a su asistente virtual.
La pantalla holográfica cobró vida, mostrando la imagen de la cámara frontal de baja resolución del dron. A pesar de su aparente simplicidad, esa cámara era el ojo que guiaba la coreografía aérea de Neo-Tokyo.
Evitar la colisión inminente
De repente, las alarmas de la ciudad rugieron. Un enorme dron de carga había perdido el control y caía en picado hacia el centro. Docenas de drones menores se dispersaron como un cardumen de peces ante un depredador.
Súbitamente, un dron de pizzas apareció en el campo visual de Zeta-7, desviándose ligeramente de su ruta. Los dos sistemas de inteligencia artificial (IA) de vuelo debían calcular, en centésimas, una trayectoria de evasión para esquivarse mutuamente y evitar la colisión.
La IA de Zeta-7, descendiente directa de aquellos primitivos algoritmos de visión por computadora, entró en acción. La cámara empezó a rastrear a toda velocidad el color rojo, la característica de las placas identificativas de los multirrotores.
El sistema estimó rápidamente el porcentaje de la imagen ocupado por el color rojo. Basándose en el tamaño del área roja, Zeta-7 estimó la distancia al otro dron y comenzó su maniobra de evasión para esquivar satisfactoriamente a aquel dron de pizzas, que probablemente se habría salido de la ruta.
“Observa, ARIA”, dijo Akira con entusiasmo. “Cada dron toma su decisión de forma independiente, sin comunicarse entre sí, solo basándose en lo que ve. Ambos aparatos buscan la proximidad del color rojo y se esquivan mutuamente”.
Los reflejos y las sombras
Con un giro grácil, Zeta-7 evitó la colisión, virando en la dirección opuesta a donde veía la mayor concentración de rojo. El dron de pizzas, un antiguo modelo Gamma-4, hizo lo mismo, creando una hermosa coreografía aérea.
“Es fascinante cómo algo tan simple como el color y la cantidad de área que ocupa la matrícula roja en la cámara evitan miles de accidentes”, comentó ARIA.
Akira asintió, recordando los desafíos iniciales. “Al principio, teníamos problemas con los reflejos y las sombras. Pero ajustando los umbrales de detección de color y el tamaño mínimo del área roja logramos un sistema increíblemente robusto”.
Mientras, las alarmas de la ciudad seguían rugiendo. El dron de carga seguía sin control y cayendo. Los drones menores que tenían que apartarse ante lo que se venía encima hacían brillar sus placas de colores intensamente en un arcoíris tecnológico.
Zeta-7 activó sus protocolos de emergencia, una versión refinada de aquel algoritmo RCA (Reciprocal Collision Avoidance) que había revolucionado el tráfico aéreo urbano. Su IA se conectó con la red de tráfico aéreo, colaborando con otros drones para crear un patrón de vuelo que permitiera a los vehículos de rescate llegar al dron averiado.
“ARIA, amplía la vista del Sector 7”, ordenó Akira, con voz tensa pero controlada.
En la pantalla, cientos de drones ejecutaban una coreografía perfecta, abriéndose como las aguas del Mar Rojo. Sus movimientos, basados en la detección de color y la medición de distancias, eran el legado de aquellos primeros experimentos con los populares y antiguos robots AR Drones 2.0 con los que el equipo de Akira había trabajado.
Los drones de emergencia pasaron por el corredor recién formado, alcanzando al dron de carga justo a tiempo para estabilizarlo. Sus sistemas avanzados de visión, descendientes directos de aquellas cámaras frontales de baja resolución, trabajaban en perfecta armonía.
Mientras la crisis se disipaba, Akira se reclinó en su silla, exhalando un suspiro de alivio: “Sabes, ARIA, muchos pensaron que era una locura usar cámaras de baja resolución y simples tarjetas de colores. Decían que necesitábamos sensores más avanzados, comunicación entre drones, sistemas centralizados de control de tráfico…”.
“Pero ustedes demostraron que, a veces, la solución más simple es la más efectiva”, completó ARIA.
“Exacto”, sonrió Akira. “Y ahora, mira el resultado”.
Final feliz
El cielo de Neo-Tokyo había vuelto a su caótico orden habitual, con miles de drones danzando su ballet aéreo, entregando paquetes, salvando vidas y manteniendo el pulso de la ciudad del futuro. Cada giro y vuelo de los drones era un eco de aquellos primeros pasos titubeantes en un laboratorio lejano, una sinfonía tecnológica nacida de una idea simple pero revolucionaria.
“La verdadera genialidad”, concluyó Akira, sus ojos brillando con el reflejo de las luces de los drones, “está en encontrar soluciones elegantes a problemas complejos. Y, a veces, esas soluciones están justo frente a nuestros ojos, en este caso, frente a las cámaras de nuestros drones”.